Vivo en un edificio en el que ya no hay vecinos. Está ubicado en el centro de una ciudad y sirve desde hace tres años solo de alojamiento turístico en todos sus pisos, excepto en el que vivo. Por eso, cuando pregunté a la empresa de mensajería que dónde estaba el libro que esperaba desde hacía semanas me sorprendió que me dijera que me lo había recogido un vecino. Le pedí el nombre y rebusqué llamando a todas las puertas. Después de varios días e indagaciones, la compañía admitió la invención y trajo a casa Sitopía, el último libro de la arquitecta inglesa Carolyn Steel.
Con Ciudades hambrientas, su primer libro, Steel me dio una nueva herramienta para entender la organización de las ciudades y su evolución. Conseguí comprender el cruce de caminos en el que vivo y las puertas por las que llegaban los alimentos en el pasado, y la lógica de los nombres de sus calles. Con Sitopía, Steel demuestra que hoy en día el mundo también está condicionado por la comida y que un cambio de la economía admitiendo su importancia puede ser clave para conseguir un desarrollo respetuoso.
Cuando comencé a vivir en este edificio del centro de una ciudad que ahora se ha convertido en una isla flotante turística, tenía además de vecinos, un mercado cerca. Cada vez quedaban menos puestos (recuerdo el de las setas, la frutería). Resistían, pero agonizaban. Y reformaron el espacio y se convirtió en una pieza más del puzzle de la gentrificación turística. Y desde entonces debo andar un buen trecho para encontrar uno. Y muchas veces desisto. Puro agotamiento. Y desde el agotamiento no hay resistencia, ni pensamiento, que es lo que propone Steel. Apartar las inversiones de millones de euros para el Medio Ambiente (con las que, por ejemplo, el presidente de Shell —la persona que instigó la escritura de este libro— consigue supuestamente las respuestas al freno del cambio climático), para dar sentido a lo que hacemos cada día.
La autora asegura que la riqueza está desconectada de la tierra y del trabajo y un día, quienes fabrican zapatillas y langostinos dejarán de hacer cosas. Y entonces: “¿Quién hará nuestra comida?” Nuestro estilo de vida consumista está “subvencionado” por millones de personas que viven en la “esclavitud”. Algunos empiezan a salir de ella gracias a la educación (especialmente de las mujeres), como es el caso de China, que pronto dejará de ser el país más poblado del mundo.
Pero el sistema sigue funcionando en base a obtener alimentos lo más barato posible. A explotar además de a las personas, al medio natural y a ponerlo en peligro con fitosanitarios y otros desarrollos como la modificación genética en pro de la productividad, en un mundo donde se produce más de lo que se necesita (solo que no se reparte).
Y cuando sobra tanto alimento, la presión por comer es constante. En Estados Unidos siempre llevas algo en la mano para comer o beber mientras andas o tienes opciones para comer incluso viendo una película en el cine.
En el país que creó el modelo alimenticio que ahora se copia en todo el mundo —agricultura industrial, ultracongelados, supermercados, comida rápida— hay miles de negocios de restauración que ofrecen porciones desproporcionadas. Es “una sociedad obesogénica, un lugar en el que el mero hecho de vivir allí te engorda”, explica Steel.
Curiosamente es en Estados Unidos donde se vive un mayor furor foodie en busca del pan artesano, el huerto urbano y la cerveza hecha en casa por la necesidad no solo de contrarrestar la alta industrialización alimentaria sino la excesiva virtualidad, la misma que hace que el mercado de futuro —espacio similar a un casino para la autora— sea el responsable del precio de una cuarta parte del suministro mundial de alimentos.
El pensamiento crítico traspasa lo global para aterrizar en tu propia realidad. Según Steel, “el hogar es una respuesta al paisaje formada por una idea de cómo vivir y siempre se ve influida por la comida”. Quizás por eso a esta ciudad que inaugura más de un restaurante cada semana a la vez que se aleja más del campo, empiezo a sentirla así, lejos y no solo de mí sino de sí misma.
Quizás la insistencia, la misma que empleé para recuperar mi ejemplar de este libro, permita una nueva realidad cercana y justa con una economía basada en la sitopía.