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Las voces catastrofistas no han dejado nunca de sonar. Ya no se come como antes, dicen. Perdemos recetas cada día que pasa, dicen. Esto se acaba, aseguran.

Y es cierto, perdemos recetas, perdemos técnicas, perdemos elaboraciones y perdemos conocimientos. Cada día. En cocina, en tradición oral, en música, en literatura, en arquitectura, en tejido social. Y ganamos otros, a cambio.

Hay platos que no vas a volver a probar, barras en las que nunca más vas a acodarte, recetas que nunca más volverás tener delante. Al mismo tiempo, hemos ganado riqueza y diversidad en otros ámbitos, que no todo va a ser negativo.

Llevamos décadas quejándonos de que la cocina tradicional desaparece progresivamente ante nuestros ojos. Los primeros que expresaron esta preocupación por escrito, sin embargo, no comían como lo habían hecho sus abuelos y, en sus textos, abrazaban con frecuencia las innovaciones con más pasión que la tradición más próxima.

Francisco Moreno Herrera, quien firmaba en ABC como Savarin, fue el primer crítico gastronómico de España. En sus primeras críticas de restaurantes madrileños habló de restaurante franceses, rusos, suecos o italianos; de lugares clásicos de cocina burguesa como O’Pazo, Casa D’a Troya, Horcher, Jockey o Señorío de Bertiz. En cuanto a cocina tradicional local, sin embargo, solamente tres o cuatro locales, entre los 45 que se recogen en su libro Críticas Gastronómicas. Todos ellos con precios por encima de las 250 pesetas en un año en el que el salario mínimo (instaurado en 1963) rozaba las 3.000.

La tónica sigue siendo esa. Con contadas excepciones como el periodista Pepe Monforte en Cádiz, las colaboraciones de Alberto G. Moyano en el suplemento Cata Mayor de El Periódico o mucho de lo que publica Yantar en Asturias, seguimos hablando mayoritariamente del vértice de la pirámide mientras su base va desapareciendo sin que hagamos demasiado al respecto más allá de quejarnos.

Por no tener, no tenemos ni un catálogo que nos permita saber qué o cuánto hemos ido perdiendo. Más allá de trabajos de un mérito enorme como el Corpus de la Cuina Catalana o el monumental Cocina de Albacete, de Carmina Useros, no existen catálogos sistemáticos de nuestra cocina.

La situación era esa en 1969 y, con excepciones, sigue siendo la misma en 2023. Yo creo que tendríamos que hacérnoslo mirar, porque para lo mucho que nos quejamos, no es tanto lo que hemos ido haciendo al respecto. No hay ni una sola administración pública que disponga de esta información, que tenga bases de datos a disposición pública o que incluya la gastronomía en sus planes nacionales, cosa que sí hace con paisajes culturales, arquitectura industrial y un largo etcétera. Difícilmente vamos a proteger algo cuya extensión desconocemos.

Por no tener, no tenemos apenas leyes que contemplen expresamente a la gastronomía como un bien cultural. Cuatro de 18 leyes de patrimonio, para ser exactos. Y casi todas ellas bastante de refilón. Si lo que nos preocupa es la pérdida de patrimonio gastronómico, la verdad es que uno esperaría un poco más de entusiasmo en la creación de herramientas para protegerlo.

Con este estado de la cuestión, tal vez va siendo hora de que asumamos que la gastronomía cambia, que algunas cosas mueren y otras nacen y que, ante ese proceso, lo mejor que podríamos hacer es documentar en un primer momento, divulgar y proteger cuando sea preciso. Y ponernos manos a la obra, porque es evidente que nadie va a hacerlo por nosotros.

Vengo de pasar unos días en Cádiz. Le pregunté al mencionado Pepe Monforte, entre otros, dónde podía probar las babetas y las panizas que algún día fueron populares en la ciudad. Y no supieron decirme. Quizás haya algún sitio, o dos, pero eso, en una ciudad del tamaño de Cádiz, con un ecosistema hostelero tan amplio, es un porcentaje casi insignificante.

Y no es un problema exclusivo de Cádiz, que por otro lado mantiene bastante vivas muchas de sus tradiciones gastronómicas. Es algo que está ocurriendo en todas partes. En mi ciudad también. Me lo encontré hace unas semanas en un viaje al sur de Italia, lo veo cada vez que me muevo por pueblos, aquí, en Galicia, en los que es más sencillo comer langostino patagónico o un bao en restaurante que algunas elaboraciones tradicionales. ¿Quién sigue teniendo en carta calleiros, pantullos, caldo de riola, bolicos, masolas, cempotes, formigos, freces o grouchós?

¿Cuántas freidurías que sirvan a diario entresijos, gallinejas y botones quedan en Madrid y cuántas había hace 20 años? ¿Cuántas bodegas con décadas de historia a sus espaldas cierran en Barcelona cada año?

La cocina está cambiando ante nuestros ojos, aunque, como ocurre con el clima, la mano humana le está dando una fuerza y una velocidad al proceso que no habíamos visto hasta ahora y que tiene consecuencias impredecibles. El lado bueno lo conocemos todos: el Madrid o la Barcelona de hoy en día se parecen bastante a aquel Londres de los años 80, desde el que podías viajar a cualquier lugar del mundo con simplemente montarte en el metro y elegir un restaurante. La cara fea de esto es que, al mismo tiempo, perdemos un montón de cosas.

Tenemos que asumir que es un proceso inevitable en parte. Hoy no comemos como se comía en 1960, pero es que en 1960 no se comía como en 1900. Y en 1900 no comían como en 1840. No es algo nuevo y no lo vamos a cambiar por mucho que nos empeñemos. Simplemente debemos ser conscientes del cambio, actuar para que no se acelere y aprovechar, mientras podamos, para documentar, catalogar y recoger.

Porque las cosas cambiarán, los bares ya no serán los mismos que recuerdas y la carta de los restaurantes irá evolucionando. Habrá algunos que hagan cocina clásica, tradicional o, incluso, que como la cocinera Charo Carmona en Antequera, exploren las cocinas del pasado. Pero serán excepciones. Todo lo demás irá evolucionando, creciendo en un proceso continuo que no podríamos parar aunque quisiéramos. Es, parafraseando a REM, el fin del mundo tal como lo conocemos.

Por el camino perderemos cosas, pero surgirán también ocasiones inesperadas que harán que el proceso se detenga por un momento, que conseguirán que la atención se aparte por un instante de las novedades y se vuelva hacia esa otra realidad que tiende a quedar en segundo plano.

Rosalía grabó su último vídeo, Vampiro, en la churrería J. Argilés de Barcelona. También en el bar Marsella del Raval. Y, de pronto, las churrerías y los bares viejos tienen un atractivo que hace apenas un mes ni habríamos imaginado. Hay quien lo ve como una apropiación. Yo, sin embargo, lo veo como una batalla vencida, como una oportunidad, una prórroga que tal vez nos permita salvar cosas, preservarlas y mantenerlas vivas mientras el mundo cambia alrededor.

Tu sabe’ que esta noche nos fuimo’ al garete, eh.