Andaba Dios atareaíllo currándose el mundo con sus ángeles vanguardistas alrededor, cuando a Lucifer, el luminoso, que le tocaba aquel día la cocina del personal, le dio por pillarse todas las guindillas, bayas, chiles y ajíes que el buen Señor había plantado y pintado de rojo eléctrico en la naturaleza para advertir a las bestias de su peligrosidad. Cascose una morterá ajoporrera con su buen chorreón de AOVE andaluz y napó sin remilgos las insulsas papas cocidas del plato del día. “Tú crea los alimentos que yo crearé las salsas, sus vais a enterá”, sonrió ladinamente.
A Dios y adláteres les ardían las tripas y empezaron a echar fuego por la boca: “¡diablos, qué malo! ¡qué veneno es este, ni a tu peor enemigo, nos quieres matar. Esta salsa diabólica es enemistad, dolor y daño homicida, acabas de crear la maldad, cabronazo. Yo te maldigo”.
Y fue así como Dios, con un cabreo de mil demonios, sacándose de la manga su rayo-soplete exterminador, condenó y fulminó a Lucy: “arderás por siempre en las llamas del infierno, serás mi adversario y, por eso, te llamarás Satán. Llevaos de aquí al demonio pinchapapas este, joder!”.
Desde entonces, Chez Satanás fue Príncipe de los cocineros, éstos pasaron a ser “cocinerosos” y la cocina y sus salsas, a pesar de las glorias salseras francesas, han venido históricamente ligadas a las cocinas del infierno, la brujería alquimista y la trampa mortal. Así fue hasta el recién resurgir de sus cenizas y subida al cielo de la bondad, la fama y el buen nombre del que hoy gozan los chefs.
Pero el mal no descansa sino que siempre acecha y las salsas son la vara de medir y diferenciar el ying y el yang de la buena y la mala cocina. Porque las salsas tienen una capacidad de engaño tan total y bestial que hacen comestible hasta el pitraco más infame. Los americanos y los asiáticos lo saben desde mucho atrás. Los españolitos hemos tardado más en comprarlas hechas. A las pruebas de las millones de salsas industriales que pueblan hoy nuestras neveras y tanto nos gustan me remito. Porque la verdad es que son pura golosidad guarrindonga aunque feliz. Somos tontos del bote.
Pero, y si hablamos de alta, buena, elaborada o cara cocina, ¿qué podemos colegir? Pues que realmente es lo que marca la différence. Pero claro, a ver quién es el guapo de picofino que no es susceptible de ser engatusado por un buen cocinero. Muy poquísimos. La trampilla, el tuneo y el regate son consustanciales a la elaboración de salsas, son la irresistible tentación o incluso la solución cuando se está en la caca, pudiendo ser hasta enriquecedor el que cada cual le de su puntillo, pero el eterno gran valor es, por el contrario, hacerlas por derecho, con mano de cocinero, paciencia y mucha atención constante. No obstante, insisto en que la línea roja entre la salsa verdad y la salsa falsa es tremendamente fina. Lo gocho gusta. Lo umami ensimisma. Lo cérdibol tiene atracción fatal. El toque canalla encandila a cualquiera. Hay que hilar muy fino para conseguir la excelencia en los salsamentos.
Y es ahí donde me gustaría dar por saco. Veo y pruebo demasiadas salsas débiles o tontas, excesivas o pegalabios, insulsas o que te dan una patada ‘en to la boca’, sin gracia o payasas, desafortunadas o disparatadas, descuidadas o con exceso de celo, etc. etc. Y esto en grandísimos restas de postín en los que debería ser religión el equilibrio y la idoneidad y la elegancia y el sumo cuidado de las salsas que es lo que debe distinguir y ensalzar la mejor cocina y justificar su precio/valor.
Yo no sé vivir sin ellas.
¡Ahhhhhh, las salsas!