En su argumentación, Ogando comenta que, tras el confinamiento, el silencio es un valor que cotiza al alza y, por ello, también lo hacen lo que solemos entender por ‘buenas formas’. Según ella, todo esto va en contra de estar en un bar: “devalúan las (de por sí devaluadas) formas consideradas propias del bar, de la taberna: el vocerío, el desorden, el ímpetu, la precipitación al opinar…”. Todo ello, dice, caracteriza la llamada ‘política de bar o de taberna’, dice Ogando, un término que ha servido para deslegitimar a estos espacios como aptos para la discusión política. “La política, sin embargo, existe en los bares”, afirma.
El problema añadido a esta situación es que, según piensa Ogando, las mujeres no discutimos de política en los bares. Intervenimos menos, hablamos menos con desconocidos. Todas sabemos las consecuencias de hacerlo: que no se nos escuche, que se pisen o se apropien de nuestras palabras, que se nos desacredite rápidamente, que se tengan reacciones airadas que no se tendrían con otro hombre, que se confunda nuestra voluntad de estar, hablar e intervenir con cualquier otro deseo que no venga al caso (probablemente, con un deseo que no es el nuestro). La columnista cita al lingüista Lakoff, que estudió el fenómeno de atenuación en el habla de las mujeres, un mecanismo usado para prevenir amenazas, entre otros. “Los bares son espacios de fraternidad y corporativismo masculinos a los que muchos hombres van a exhibir su masculinidad ante otros hombres para ser reconocidos por ellos como ‘hombres’ (…) Los hombres acuden a los bares no solo o no tanto por ocio, también o más por reforzar su identidad masculina”, resume Ogando.
Concuerdo con un buen número de los apuntes de Ogando pero, para mí, habla de un tipo determinado de bares y, quizás, hasta un estereotipo de bar que tenemos en mente. Me permito una generalización para explicarme. En toda ciudad y pueblo, yo y las mujeres que conozco solemos detectar un tipo de bar en el que nunca pondríamos los pies solas. Puede ser que esté más oscuro, puede tener un aspecto poco limpio y descuidado, puede ser que apenas ofrezcan comida pero, lo más seguro, es que la barra esté poblada de hombres que hablan entre ellos o hacia la televisión e inmiscuirse entre uno de esos taburetes se presenta como una labor peliaguda: parece que no hay sitio para una mujer allí, que no está ni se la espera. Algunos de esos bares están desapareciendo como va desapareciendo el tipo de clientela que lo frecuenta, a veces para bien y a veces para mal, ya que unos cuantos de ellos esconden verdaderos tesoros, como saben Alberto G. Moyano y Shawn Stocker.
Yo he evitado alguno de esos bares por lo descrito anteriormente. Como persona interesada en el comer desde la temprana adolescencia y que ha partido de una experiencia en bares y restaurantes prácticamente nula (en casa se comía fresco y sencillo, los restaurantes eran para grandes ocasiones y los bares, para tomar café saliendo del médico, si eso), muchas veces me paré a un metro de algún sitio que me interesaba, y dudé de si entrar o no, y unas tantas terminé por no entrar. Me frenaba la sensación de que iba a estar fuera de lugar, tanto para mí como para los demás, de percibir hostilidad y de que esa hostilidad, en efecto, se materializara de alguna manera. Pero como mujer a la que le gusta ir a comer y a beber cuando se le antoje, sin depender del tiempo y la agenda de los demás, pensé que había que poner remedio a aquello y en pro de mi oficio y por mí misma, me convencí de que debía afrontar ese tipo de situaciones que me incomodaban y explorar qué sucedía allí dentro, cómo navegar esos mares.
Hoy lo sigo haciendo y para ello me asgo con fuerza a la curiosidad gastronómica que me generan esos sitios. Algunos los sigo identificando como aquellos en los que potencialmente voy a sentirme como una extraña y, en realidad y en cierto modo, lo soy. Y así cruzo su umbral, pensando también en que durante décadas esos y otros sitios fueron terrenos realmente vedados para mujeres (Ogando señala que estos espacios de la hostelería fueron creados por y para hombres), y recordando las tantas veces que imaginé allí escenas tensas en las que sudaba a mares.
La última vez que me ocurrió una de estas fue hace solamente unas semanas. Acudí a un shooting en el precioso y desconocido barrio barcelonés de Font d’en Fargues y, al mediodía, ante la tentativa de algunos de pedir comida a domicilio, huí. El barrio, yermo en bares, conecta mediante una serie de cuestas y escaleras otro barrio, El Carmel, donde varias banderitas verdes brillaban sobre mi mapa. Tras la subida hacia la calle Dr. Bové y con unas vistas estupendas, entré al primero de los dos bares que tenía anotados: Bar Bodega La Parada. Tenía los techos bajos, era pequeño y dentro encontré a un pequeño hombre y nada más, mirando la tele, silencioso, y bebiendo cerveza, con muchos pelos negros en las orejas, la nariz como una pera y las gafas sucias. Salí y vi que tenían una perfecta terraza y un camarero muy rubio que limpiaba las mesas. Que para comer, mejor probara suerte en el bar que había más adelante, me dijo.
Así llegué al Bar Pardo, también conocido como La ermita del quinto o Bar Bodega Pardo, aunque ya uno no puede llevarse el vino a granel de aquí. Cantando más que una almeja en una paella de Las Ramblas, entré y me senté en uno de los taburetes que quedaban libres entre esos parroquianos que habitaban la barra y sorbían cerveza de tirador. La vitrina era un páramo donde solamente unos boquerones brillaban con luz apagada. “¿Qué te pongo?”. Pregunté si había algo más para comer al hombre que no me saludó al entrar y que, tras la barra, secaba vasos con un trapo mientras escuchaba mi petición. Me dijo que algún bocadillo, pero que iba a la cocina y preguntaba. De la cocina volvió con una mujer que llevaba una bata y unas gafas a juego, y se excusó diciendo que hoy solamente había albóndigas. “Pues unas albóndigas y un bitterkas. Y un poco de pan, por favor”.
Me senté a esperar y a escuchar. Nadie me dijo nada. Uno leía el periódico a mi lado. Otro se dirigió al mesero: “¡Qué! ¿Hoy no se come?”. Pensé que me lo decía a mí, que le estaba pareciendo que tardaba mucho en llegar mi comida, pero no. Resultó que aquella era la frase en clave para que el mesero cambiara de canal y apareciera Karlos Arguiñano picando a cuchillo unas pechugas de pollo cocidas. Todos se alegraron de ver al vasco con toca y yo pensé: “esta es la mía, que esto es de lo mío”. Intercambié con mis vecinos de barra algunos comentarios sobre la receta de aquel día, que eran aguacates rellenos de ensalada de pollo, sobre el frecuente uso del perejil de Arguiñano o el más moderno uso de caldo de tetrabrick. No hablamos de la política del Congreso, pero a uno le pregunté si estaba tomando nota para hacer la receta en casa. “Sí, claro”, se mofó. Como calculé que aquel hombre debía tener más de 70, no le dije que había que ayudar en la cocina por si su esposa estaba muerta, así que lo dejé allí. Me enteré que mi otro vecino había trabajado con aguacates en México durante 15 años porque se indignó por la forma en que estaban siendo cortados en la pantalla. Más tarde apareció la cocinera, a la que felicité por tremendas y generosas albóndigas, y supe que estaba tomando calmantes por una muela fastidiosa que le arrancaron ayer. El dulzor del bitterkas fue un apaño de postre. Pagué, me despedí y me fui, y saliendo por la puerta me giré. Un chico de más o menos mi edad había entrado momentos antes para tomar un cortado, y ahora lo terminaba con un cigarro en el banco que el bar había dispuesto contiguo a su umbral. “Voy a hacer una foto“, le dije señalando al rótulo. “Vale, y si salgo guapo me la mandas”.