Tengo, para bien o para mal, muchas teorías relativas a la calidad de un restaurante que con los años de cata y jala, reconozco que se han ido revelando bastante eficaces. Eso empezó tras una charla con un conocido, el pintor Philip Stanton, que me confesó medio en broma medio en serio que si un restaurante tiene los lavabos en malas condiciones ya no suele quedarse, “porque no me imagino el resto de las estancias”. Pues bien, los mías son conceptos más generalistas y seguramente más obvios: si en una pizzería la margarita es la hostia, lo demás solo puede estar bien; cualquier restaurante que se precie no puede tener pan chunguete, porque no hay nada más básico que el pan; y alguna cosita de más de este tipo. Obviedades, vamos.
Pues también suelo añadir un indicador a estas variables: si los postres son un buen colofón (y no estamos hablando de estos coulant de chocolate congelados y calentados que copan la mitad de las cartas), es que estás en THE place. ¿Por qué me funciona? Porque no soy de postre, exceptuando un par de cositas, así que si tras zampar como si no hubiese un mañana plato tras plato, aún disfruto con un dulce es que verdaderamente es la pera. Y eso me pasó en Craun. Un restaurante del Eixample que abrió hace escasos meses y al que iba sin otras expectativas que la de un amigo que lo recomendó, ya que (injustamente, muy injustamente) aún no ha entrado en el circuito de restaurantes a los que ir sí o sí. Y repito, hay que ir, sí o sí. Sea con motivo de una comida de grupo, de trabajo, celebraciones familiares, cita romántica, comida entre amigos o lo que sea: hay que conocer Craun, disfrutarlo y volver porque, como reza su lema: “Nuestra especialidad es hacer que vuelvas”. Conmigo, sin duda, lo han logrado. Me han conquistado, y he aquí los motivos.
Cuenta con un salón amplio y luminoso, minimal, elegante y cálido, y un equipo tanto en sala como en cocina extremadamente atento, cercano y amable, que sin perder nunca la sonrisa te hace sentir como en casa, pero con modales deluxe. De hecho, también suelen usar como carta de presentación que “todo queda en familia”, y así lo transmiten. La experiencia ya empezaba bien, pues. Pero a continuación comenzó el festival: cocina de mercado, recetario local con un twist creativo de guiños asiáticos. Nada de parafernalias, solo producto fresco y de temporada, ensalzado, realzado, mejorado, glorificado. ¡Qué producto!
Hay mucho mar, que se traduce en platos maravillosos como un calamar exquisito (de corte asiático), sobrasada y piparras que resultó un sorpresón por las asociaciones de sabores y texturas; o la merluza al vapor con berros de agua, puerros y alga codium, que solo daba ganas de pedir más; también espectacular fueron las ostras, el tartar de ventresca de atún con rocoto y maíz dulce, y la tostadita de olivas, mousse de sardinas ahumadas y mostaza al Jerez. La montaña también tiene su merecido con excelentes recetas como las alcachofas confitadas con jugo de ave de corral y trufa negra.
EL postre, como mencionaba antes, también fue lo más. Y para colmo, me tocó una torrija, mi postre favorito para el que, pues, tengo bastante experiencia tras haber probado una larguísima lista de ejemplares variopintos acompañados de un sinfín de toppings. Y si yo soy una señora a la que le gusta lo clásico en materia de torrijas, aquí, en Craun, me flipó la sorpresa de su creación. Una torrija a base de brioche, tuneada al estragón con helado de bearnesa. Dulce, lo justo; lechosa, al punto; y con este punto herbáceo del estragón y cremoso de la bearnesa que la hizo WOW.
No cabe duda de que hay mucho conocimiento e imaginación en Craun. Pero también mucho cariño, muy buenas vibraciones y un producto de diez. Craun es magia, y el lugar que marcar en rojo para cualquier ocasión. Por ejemplo, ahora que se acerca el Día del Padre, el de la Madre, y otras celebraciones, no os lo perdáis. Corred, malditos.
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